#ContarElArte: Segovia, evidencia y secretos

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15 agosto, 2020

#ContarElArte: Segovia, evidencia y secretos

Una vez más nos dejamos llevar por el viaje literario de #ContarElArte, un recorrido a través de las 15 ciudades españolas Patrimonio de la Humanidad.

¿Te imaginas conocer los secretos de las ciudades españolas Patrimonio de la Humanidad? Junto a reconocidos escritores de la literatura española os invitamos a la travesía de #ContarElArte, un viaje literario para intimar con las ciudades Patrimonio de La Humanidad.

En esta ocasión nos vamos de viaje junto a José Antonio Abella, médico, escultor y escritor, a Segovia. La personalidad multifacética de José Antonio Abella ha permitido que desarrollara su carrera durante casi cuarenta años en diversas localidades de Burgos, León y Segovia. Como escultor, su obra el Diablillo del Acueducto es la más conocida, que desató airadas polémicas y fue noticia en medios de todo el mundo: El País, The Guardian, The New York Times, Le Monde, Süddeutsche Zeitung, BBC, CNN, FOX, etc. Como escritor, ha publicado nueve novelas, una de las cuales —La sonrisa robada— mereció en 2014 el prestigioso Premio de la Crítica de Castilla y León.  En el volumen titulado Unas pocas palabras verdaderas están recogidos sus cuentos y relatos, tres de los cuales fueron galardonados con los premios Hucha de Oro, Encarna León y Emiliano Barral. Su guía Balcón de la Mirada es un recorrido periurbano por la ciudad de Segovia. Fue asimismo coordinador de la obra Segovia, ecología y paisaje, así como de la colección Hombre y Naturaleza, patrocinada por el Ayuntamiento de Segovia y la Junta de Castilla y León.

¿Piensas visitar Segovia o quieres saber más sobre esta ciudad famosa? Descarga la aplicación móvil para Android o iOS o visita la guía virtual de la ciudad de Segovia.

 

Segovia, evidencia y secretos

Hay ciudades que exhiben su belleza y se nos muestran de golpe, prendadas de sí mismas como princesas quinceñas, y ciudades de hermosura íntima, recatadas como novicias, a cuyo corazón solo se accede con pasos lentos y oído sosegado, entre altas tapias donde las hiedras hablan y la mirada sueña. Segovia, mi lugar en el mundo, la ciudad que amo, reúne ambas cualidades. Aún recuerdo la primera vez que se mostró a mis ojos en las curvas del Terminillo, viniendo desde el norte por un paisaje llano de rastrojeras pardas y arbustos esteparios. De pronto, pasada La Lastrilla, sobre un inesperado oleaje de verdor aparecieron las torres de Segovia, doradas por el sol:

La catedral en lo más alto, orgullosa de su emplazamiento y de su porte (dama de las catedrales fue llamada por Emilio Castelar, presidente de la Primera República). A su derecha, el imponente alcázar, castillo de reyes, con sus afilados pináculos de pizarra cosquilleando nubecillas blancas (Felipe II los mandó levantar a pizarreros flamencos, a imitación de los castillos centroeuropeos, pocos años antes de casarse en la capilla de este alcázar con su joven sobrina Ana de Austria). Y a nuestra izquierda, el monumento más representativo de la ciudad, su famoso acueducto romano (obra del diablo, dice la leyenda, que lo levantó en una noche por el modesto precio de un alma candorosa que no llegó a cobrarse).

Esta es la Segovia que se exhibe de pronto ante los ojos sorprendidos, erguida sobre la roca empinada que agotará los pasos del viajero y le hará sucumbir a sus evidentes encantos gastronómicos, como su muy tierno y famoso cochinillo cortado con un plato. Se cuenta incluso que cierto sátrapa africano, preguntado por aquello que más le había gustado de la ciudad tras una rápida visita turística, respondió sin escrúpulos que aquel niño asado.

Mas hay, como decía, otra Segovia íntima, encerrada entre muros que no siempre son visibles. La propia muralla de la ciudad es un ejemplo, rodeada por otra muralla vegetal que le transfiere esa aureola de romanticismo con que las hiedras y los líquenes arropan a la piedra desnuda. De esta Segovia oculta, la que el viajero debe descubrir por sí mismo a paso lento, sólo deberíamos darle alguna pista leve, para que los secretos que encierra pasen a ser en adelante sus propios secretos. Quizá por ello, Antonio Machado (que vivió en Segovia doce años) apenas escribió unos pocos versos sobre ella: ¡Torres de Segovia, cigüeñas al sol!, o aquellos que comienzan: En Segovia, una tarde, de paseo / por la alameda que el Eresma baña… Muy pocos versos en verdad para una ciudad donde la luz es poesía de claroscuros, evidencia y secreto a un mismo tiempo. Conocer la modestísima pensión donde vivió don Antonio aquellos doce años es una de las emociones que Segovia guarda. Otra de las emociones que no debería perderse el viajero sensible es la visita a varios de sus monasterios y conventos: el del Parral, el de San Antonio el Real… O la asistencia a un concierto de órgano en la catedral, o en la Fuencisla, o en San Millán, o en la escondida capilla de Santa Isabel, cuya magnífica rejería fue llevada desde la primitiva catedral románica que se alzaba frente por frente del alcázar (tal emplazamiento la hizo baluarte de las tropas comuneras, enfrentadas a la guarnición que ocupaba el castillo real, y esa circunstancia —acaso más que los daños sufridos en aquella guerra del pueblo contra el rey— fue causa de su demolición…, pero también de esta nueva e imponente catedral que corona el perfil de Segovia, y que bien podría llamarse catedral del pueblo, pues al pueblo de Segovia se le debe en gran medida, encargado de echar piedra con sus tributos o con sus brazos.) O la emoción de recorrer cualquiera de las casas palaciegas que abundan en el recinto amurallado, convertidas en museo o espacio expositivo algunas de ellas, como el torreón de Lozoya, la casa de Vaquero-Turcios, el palacio de Quintanar… Ese viajero sensible tampoco debería perderse un paseo por los valles del Eresma y del Clamores, tan ricos en vegetación que uno se siente en el  corazón de un bosque, o en mitad de los versos que aquí escribiera otro de nuestros grandes poetas, san Juan de la Cruz, cuyo cuerpo desmembrado (descuartizado en reliquias) reposa en el convento carmelita que él fundara, preguntándose acaso por el paso del tiempo en la eternidad de Dios: ¡Oh bosques y espesuras, / plantadas por la mano del Amado!, ¡oh prado de verduras, / de flores esmaltado!, /decid si por vosotros ha pasado. (…)

Lo que sí tengo por seguro, es que, tras su paso por Segovia, nadie podrá olvidar las huellas (evidentes o secretas) que esta ciudad le ha dejado.

 

José Antonio Abella, 2020.